En busca de...

Este es un espacio que tiene como único objetivo abrir el debate para dar paso a la reflexion. En él, queridos amigos/as, se encontraran con acontecimientos, situaciones y, por sobre todas las cosas, reflexiones sobre la vida misma. Cualquier coincidencia y/o similitud que encuentren con la realidad fue intencionalmente buscada.
El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad...

Sin más que agregar, saluda atte.


RFXO.



miércoles, 15 de junio de 2011

Mi infancia.

i pueblo ya no es pueblo, mucho menos es mío. Antes, muchos padres nos traían al mundo con la decencia de saber que íbamos a ser propietarios de una infancia como dios manda (si me permiten la expresión) Nada más fácil que eso. Solo se necesitaba un poco de negligencia paternal, y montones de espacios verdes donde aprovecharla. Éramos felices en la lleca. Y nosotros teníamos la decencia de ser niños: de embarrarnos a gusto y placer, de meternos en cuanto quilombo hubiera a nuestra disposición, de reinar sobre todo aquello que se encontraba por fuera de las paredes opresoras del hogar. Para muchos, esa etapa de sus vidas ha sido el punto cúlmine de su carrera como ser humano, pues muy conscientes del mandato social imperante- gorrearas al prójimo- de grandes se hicieron curas, canas y/o -disculpen mi vocabulario- gobernadores o algo por el estilo. Hecho que los llevó por el camino de la perdición y que los alejó definitivamente de la humanidad. En fin, todos fuimos pebetes alguna vez, inclusive yo que ya llevo gastados bastantes abriles.
Me encuentro en Libertador y Gral. Pintos parado en la entrada de lo que antes era una imponente quinta cuya vista llegaba hasta el río... ¿Qué nene no hubiera sido feliz ahí? Hoy está parcelada y enrejada por donde se la mire. A los pibes de hoy no les queda nada, ni siquiera la satisfacción de hacer aquellas cosas que se suponen que deberían estar haciendo. Hoy no les queda más espacios que la superficie de un pañuelo, eso sí, enrejado para seguridad de ellos y tranquilidad de los adultos. No hay pasaje más triste y grotesco que ver a un chiquito jugando en un balcón. ¿Qué pasó? ¿Estaré poniéndome como un viejo que añora un pasado no tan lejano? Puede ser...
A mí me gustan las casas de antes- modestas y espaciosas- ubicadas en barrios chicos con calles adoquinadas, donde los almacenes eran almacenes, donde las heladerías vendían helados y nada más, donde el sol daba a toda hora en cada rincón y, por sobre todas las cosas, donde el lugar de reunión era la plaza. Es decir, el lugar apropiado donde un padre negligente dejaría a su prole pasar sus ratos de ocio.
Hoy veo por doquier prospectos de pibes, que se criaron en un tubo de ensayo de dos ambientes. La calle es tan ajena a ellos como las vocales a los políticos. Ya no quedan casas, por donde se vea tenemos monstruos de tres, seis o doce pisos. Tampoco tenemos sol. Si uno se para en 3 de Febrero entre Madero y 9 de Julio va a tener la sensación de estar en un ocaso permanente. Me imagino que lo mismo debe ocurrir en otras calles de este "no pueblo".
Tan paulatino fue el cambio, que pocos lo percibieron. Algunos vislumbraron el negocio y poco a poco nos fuimos quedando sin casas, sin sol, sin infancia. Mi pueblo ya no es pueblo, mucho menos es mio, es el de otros.    

miércoles, 1 de junio de 2011

Una romana espectacular.

Hay un momento en la vida de todo otario que marca un antes y un después. Tan importante es dicho suceso, que si algún erudito -desde ya ajeno a nuestra sociedad- se dignara a estudiarlo, podría considerarlo sin ningún temor a equivocaciones, como un rito de iniciación... dicho mal y pronto, dejan de ser pebetes de patas y pecho lampiño para hacerse bien machitos con todas las letras y puntos sobre las ies. Ese momento, queridos amigos, no es otro que el de enfrentar al más sádico y cruel de los comerciantes del barrio por si solo. Un tete a tete de resultados impredecibles, con un final tan incierto como desagradable.
Esto ocurre a una temprana edad. El iniciado no posee más que unos doce o trece abriles gastados. Pero listo o no ese día llega cuando la madre - que por tirar su juventud, figura y proyecciones futuras en educarlo, vestirlo y alimentarlo- se considera a si misma con los suficientes fueros como para ordenarle con vos de trueno, cual oficial penitenciario ante un reo, y cito: " ¡hoy te vas a cortar el pelo!". El condenado a una sesión de tijeras, sin encontrar en sus allegados una mínima luz de esperanza que lo rescate de semejante trance, traga saliva y acata amargamente, no sin previamente darse el lujo de emitir una buena puteada kilométrica, digna de un hijo retobado, que morirá en sus propios tímpanos.
Ustedes queridos amigos, se estarán preguntando internamente acerca de cual es el gran quilombo de ir a la peluquería. Es más, se dirán que hoy, a esta altura del partido, ya saben cual es "El Corte" (Sí, con mayúsculas)... es decir, su corte que mejor le oculta sus mayores defectos y que hace de su cucuza una obra maestra digna de admiración.
La cuestión está en que los pibes no proyectaron, no proyectan, ni proyectaran nunca sus planes más allá del momento que esta transcurriendo. Viven en el hoy y para el hoy. Ahí es donde están más a gusto, puesto que el ayer no lo recuerdan y el mañana nunca llega. Por eso, el problema está en que nuestro iniciado ni remotamente sospecha qué es lo que quieren que le hagan. De más esta decir que se rehusará a seguir las instrucciones dadas por su madre, ya que de no ser por ella él no estaría en semejante quilombo. Así, el pobre mocoso no es más que arcilla en manos del "coiffeur" lista a ser moldeada y cocida a gusto y placer.
Creanme que esto que les cuento no sería tan grave si en los pagos de nuestro condenado hubiera una abundante oferta donde acudir por un decente corte de pelo. ¡Pero no! Solo hay un cheboli... el mismo al que iba su abuelo, van sus hermanos y padre. Atendido por la misma persona desde hace cinco décadas, que para colmo de males entre su repertorio de habilidades peluqueras solo se cuentan la afeitada con navajas (habilidad inservible para el condenado ya que en él apenas se vislumbra una sombra de bigote) y un único corte de cabellos. Ambas dos todavía hoy, después de miles de horas gastadas sobre los hombros de sus clientes, no fueron del todo masterizadas por el artista.
Al entrar al local, todo se encuentra tal cual lo dejo la última vez que fue acompañado de su madre. El peluquero parado al costado de su sillón contestándole de reojo al portero del edificio de al lado sus comentarios sobre política, fútbol y/o minas (únicos tres temas de charla en aquel templo del saber barrial). Condenado y "artista" ya conocen de memoria su rol en esta tragedia. Uno representa a la víctima, el otro al victimario. Ante la ausente respuesta a la simple pregunta: ¿qué te hago?, la obra sigue y los espectadores que esperan su turno no dejan de regodearse ante la irónica sonrisa del artista que sentencia con cierto brillo de maldad en sus ojos algo así como un "vos dejame a mí, que te hago un corte a la romana que te va a quedar espectacular".
De esta manera, víctima y victimario siguen su papel a la perfección. El primero sale puteando y reputeando por el mamarracho que le dejaron por capelu, jurándole vanamente al gauchito y a todos los santos que lo acompañan que la próxima vez se deja crecer las chapas hasta los meniscos; y el segundo, barre el piso y charla... barre el piso y charla en la espera del próximo cliente fiel a quien ofrecerle una romana espectacular que dará que hablar entre sus allegados.